El
poder de las palabras
Lina Toro
Nuestras palabras tienen el
poder de crear y el poder de destruir, el mejor ejemplo lo podemos apreciar en
una amistad o una relación, comienzan conversando y por cualquier palabra que
podamos decir fuera de lugar puede terminar.
Las palabras contienen la
fuerza más poderosa que posee la humanidad. Podemos elegir utilizar su fuerza
constructivamente con palabras de aliento, o destructivamente utilizando
palabras negativas. Las palabras poseen la energía y el poder con la habilidad
de ayudar, de sanar, de obstaculizar, de dañar, y de humillar.
José Saramago, el fallecido premio Nobel de literatura, dijo en un
discurso en el 2004 que las palabras no son ni inocentes ni impunes. "Hay
que decirlas y pensarlas en forma consciente", puntualizó.
Toda expresión hablada, sea positiva o negativa, produce una descarga
emocional desde el cerebro. Una palabra negativa o insultante activa la
amígdala, estructura del cerebro vinculada a las alertas, y genera una
sensación de malestar, ansiedad o ira. Y es ahí cuando la persona tiene dos
posibilidades: responder de una manera similar (incluso con una agresión
física) o actuar con indiferencia, acudiendo a la razón.
Las palabras positivas o estimulantes son asimiladas por el hemisferio
derecho del cerebro, que es el de las emociones. Por lo tanto, van a generar
placer, sorpresa y alegría. Sin embargo, todo depende del tono, el volumen y el
contexto. "Hasta la ofensa más horrible puede ser asimilada coloquialmente
si se dice en tono suave".
Seguro que conocemos a alguien que cuando no se está quejando es porque
está criticando algo o a alguien, no importa qué. O tenemos o hemos tenido a
algún compañero o jefe para el que todo está mal o para el que aunque algo haya
salido bien siempre hay mil peros.
La forma en la que hablamos (la cantidad de palabras positivas o
negativas que emitimos, nuestras quejas, nuestras alabanzas, nuestras muestras
de gratitud, nuestros reproches…) afecta la percepción que los demás tienen sobre
nosotros y tiene el potencial de incidir en nuestro comportamiento y nuestro
estado de ánimo. ¿A quién le gusta estar cerca de un “aguafiestas”? ¿A que si
no dejamos de repetir lo cansado y estresado que estamos acabamos más agobiados
y con menos ganas aún de hacer nada?
Recientes estudios de campos como la neurociencia o las teorías del
lenguaje positivo han demostrado que la influencia del lenguaje en nuestras
vidas no acaba ahí. No sólo afecta a nuestra forma de vivir, sentir o afrontar
la vida sino que también afecta a nuestra salud y nuestra longevidad.
¿Creemos que nuestro lenguaje es
positivo? ¿Somos conscientes de la cantidad de veces que nos quejamos al día?
¿Tenemos alguna muletilla con la que nos
estamos dañando a nosotros mismos o a nuestro entorno? Muchas veces no somos
conscientes de la negatividad que transmitimos con nuestras palabras. La
ciencia, en este sentido, puede ayudarnos. Hoy en día las herramientas
informáticas de análisis de texto nos permiten estudiar nuestro lenguaje cotidiano
e iniciar una nueva era en el estudio psicológico del idioma.
Pero no hace falta recurrir
a la ciencia darnos cuenta de que si nos quejamos menos vivimos mejor.
Quiero ser más feliz, tener una vida más saludable y productiva. Pero,
¿cómo empiezo? El primer paso, que es el darse cuenta del poder de nuestro
lenguaje, ya lo hemos dado. Ahora solo debemos entrenarnos para de forma
consciente ir desterrando de nuestro vocabulario aquellas palabras que nos
perjudican e ir adoptando hábitos lingüísticos más positivos.
- Sustituir “pero” por “y”. Cuántas veces hemos dicho frases del estilo “quiero ir a la playa o al cine o a un concierto o a una charla pero tengo que trabajar o estudiar o planchar o recoger la casa”. Y, ¿qué pasa en nuestro cerebro si en esa misma frase sustituimos el “pero” por un “y”? Quiero ir a la playa y tengo que estudiar. Cuando utilizamos la palabra “pero” estamos generando un conflicto, una contraposición, estamos dando por sentado que una cosa imposibilita la otra. Sin embargo si utilizamos la palabra “y” nos estamos diciendo a nosotros mismos que hay dos cosas para hacer y que es posible hacerlas, solo que tenemos que encontrar la forma de hacerlas. A lo mejor ese día podemos comer en media hora en lugar de en una hora y así poder llegar a tiempo a ver la película que queremos.
- Sustituir “tengo que hacer” por “quiero hacer”. Este ejercicio lo que nos viene a demostrar es que las cosas que hacemos en nuestra vida, incluso las que no nos apetece hacer, las hacemos porque así lo hemos elegido. Puede que un día no nos apetezca acabar un informe y sintamos que lo “tenemos” que hacer por obligación, pero el beneficio de hacerlo (el tener un trabajo, poder mantenernos a nosotros y a nuestra familia, etc.) es mayor que el tedio que nos produce redactarlo. Por tanto, sí que queremos hacer ese informe, nosotros elegimos hacer ese informe.
- Elogiar. Fijarnos en lo que nos gusta y en lo que hacen bien aquellos que nos rodean y házselos saber.
- Respetar. No siempre podemos estar de acuerdo en todo pero eso no es excusa para menospreciar las ideas y propuestas de los demás. Valorémoslas y aceptémoslas. Un ejercicio muy sano es ponerse en el lugar del otro y ver cuál es la intencionalidad de aquello que hace y dice.
- Enriquezcamos. Nuestro discurso debe sumar y no restar. Para ello palabras como “solución, reto, suma, crece, aprendizaje, proactividad, posibilidad, crecer, construir, genial, excepcional…” deben formar parte de nuestro vocabulario. Quitémosle importancia a los errores y enfoquémonos en las soluciones y los aprendizajes.
- Responsabilicémonos. Evitemos las quejas hacia otros, la culpabilidad y el victimismo. Tratemos de formar parte de la solución y no del problema.
- Evitemos la mediocridad. No insultemos, no critiquemos, los términos ofensivos solo crean barreras y malestar. Tratemos de desterrar de nuestro vocabulario palabras como fracaso, problema, lucha, amenaza, destruir, queja.
- Tomemos conciencia de nuestras coletillas y muletillas. ¿Nos hemos fijado que hay gente que su primera respuesta es no aunque quiera decir que sí?.
- Hagamos preguntas en lugar de ordenar. En lugar de “tiene que hacer esto” podemos decir “¿qué le parece si ahora hacemos...?”.
- Formulemos en positivo. Una frase tan común como “y no se le olvide” incita a la desconfianza y en este caso al olvido.
- Prioricemos los estados de ánimo que queremos sentir. Podemos influir en nuestro estado de ánimo a través del lenguaje. Si estamos continuamente diciendo que nos encuentras mal seguro que acabaremos encontrándonos peor. Una reflexión: ¿qué es lo que habitualmente respondemos cuándo nos preguntan cómo estamos? somos de los que respondemos “regular” o de los que decimos que va “bien”.
- Seamos curiosos. Escuchemos a los demás de forma activa y demostrémosles que les estamos prestando atención. Frases como “cómo usted bien dice” o “cómo sé que le gusta”, nos ayudarán.
Las palabras son un reflejo de nuestros pensamientos y sentimientos. Lo
primero que nos ocurre es tener un pensamiento que puede ser bueno o malo,
luego, si no cortamos ese pensamiento, se puede transformar en palabras y
posteriormente en acciones. Por eso es importante inclusive revisar nuestros
pensamientos porque allí comienza todo.
Muchas veces lastimamos, ofendemos o enredamos las cosas sólo con lo que
decimos o dejamos de decir, por eso tenemos que pensar antes de hablar. Una vez
alguien dijo: "Dios nos dio dos oídos y una sola boca, usémosla en esa
misma proporción", es decir escuchemos más y hablemos menos.
Las palabras encierran un poder que desconocemos pero que cada día se
comprueba más y más, trabajan sobre nuestro cerebro constantemente enviándole
información. Esta información genera en nosotros sentimientos, actitudes,
pensamientos, etc. Si hablamos cosas positivas, es mayor la probabilidad de que
sucedan cosas buenas, si hablamos cosas negativas, pues eso será lo que
recibamos.
De nosotros depende si las usamos para bien o para mal, tanto para nosotros como para los demás.
"Nuestro lenguaje forma nuestras vidas y hechiza nuestro pensamiento".
Albert Einstein.
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